Había una vez una abeja que, como el resto de millones de abejas, volaba de un lado para otro, en zig zag, en busca de flores de las que recolectar, pues al fin y al cabo es éste su objetivo final.
El caso es que cada abeja parece estar predestinada; como si mediante hilos invisibles cada abeja a una flor se encontrase atada. Y, de hecho, tras varios intentos nuestra abeja pareció encontrar a su deseada.
Fue bonito el baile, el revoloteo. Fueron bonitos los zumbidos y el coqueteo. Pero más bonito fue que la flor pareciera responder al deseo. Durante un tiempo, se llevó a la cabo la recolección, pues sin duda alguna el producto que se originaba prometía ser lo mejor. De hecho, al ver tal conexión, las abejas de todo el panal no dudaron en dar su aprobación. Pero hubo algo, tal vez un cambio de estación, y finalmente la flor se cerró.
La abeja, que de las que lo dan todo por perdido no era, continuó volando cada día a verla, en ocasiones escondida, en ocasiones descubierta, pero siempre revoloteando a su vera. Aunque, después de todo, se dio cuenta de que en cosa de dos si uno no suma, obviamente resta.
Es entonces cuando la abeja comenzó a dar vueltas en su cabeza: ¿Por qué ir tras esa flor que, aunque ciertamente bella, no devuelve el cariño y solamente juega? ¿No será mejor disfrutar polen de diferentes sabores, polen de todo el jardín, de un millón de flores? La respuesta la dan ustedes, señores.
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